Sol (y mar)
Los ojos de mi madre cuando me bañaba en el lavamanos. Son solo memorias. Jugando en el patio, mami me traía la comida, y yo comía en el kiosco. Cuando papi venía en el avión comíamos en la mesa.
Vivimos cerca del mar, al respirar se siente la sal. Es bueno para la respiración pero no para los carros. El salitre se come los carros, dejándolos con hoyos de moho. Allí estoy yo, corriendo por las calles de mi juventud, sin ninguna preocupación. Un niño en una vecindad llena de amor. Los vecinos me conocen. Soy el niño de la casa veintiuno. El americano.
Las casas son en series de veinte, la mía era la segunda, en la segunda cuadra. La casa veintidós de la calle de los caracoles. Todas las casas tienen una sola planta, todas idénticas, la única excepción son las casas en las esquinas que siempre son más grandes y reservadas para aquellos que podían pagar un poco más. Yo vivía en la segunda.
A una cuadra de mi casa hay una cancha de baloncesto y un terreno vacío. Mis hermanos jugaban baloncesto y yo era su rabito. Mientras ellos jugaban, yo era libre, y exploraba mi mundo. Me juntaba con otros policías y corríamos atrás de los ladrones, algunas veces era yo el ladrón.
Tumbábamos mangos, cocos, cerezas, limoncillos, guanábanas, guayabas, y cualquier otra fruta que encontrábamos. La tierra es nuestra, cojamos lo que queremos.
En la esquina de la casa, al cruzar la calle se encuentra el colmado Solimar. También está el colmado Marlboro, pero ese es más lejos, en la parte mala del barrio, donde viven los haitianos, me decía mami.
Los esposos llegan a sus casas, a eso de las doce de la tarde. Vienen a comer y a echar la siesta. En espera de la comida, a eso de las doce y media, cuando el arroz ya está tapado, la mesa está arreglada, y el hambre está presente, los hombres se sientan al frente del colmado Solimar y juegan dominó. Cuando la comida está lista, voy corriendo a mi papi.
— “Papi, la comida ya tá.”
— “Ya vamos cochita.”
Mis padres vivieron en los Estados Unidos en los 1970’s y 80’s. Allá nacimos mis dos hermanos y yo. En Washington Heights, no tengo memorias de allí. Pero frecuentemente he visitado y no es difícil entender por qué no querían criar sus hijos allí. El paraíso caribeño de la República Dominicana era un ambiente más apropiado.
Un día yo estaba con mi hermano Joel en el patio, él estaba arriba del kiosco tumbando manzanas de oro. Mami siempre nos decía que no le tumbáramos las manzanas de oro a doña Leda. Doña Leda vivía en la casa de la esquina. En mis expediciones, Doña Leda siempre era la reina sentada en su galería. Su mecedora era trono suficiente. Doña Leda lo sabía todo. Hasta la vez que besé a Sandrita atrás del colmado.
Entonces estábamos en el patio y mami nos estaba llamando.
— “¡¡¡Joelito, Harry!!!”
Corrimos adentro y mami estaba en su habitación llorando, empacando su maleta. Mi otro hermano, el mayor, Camilo, ya estaba al lado de mi madre. Él me lleva diez años y Joel me lleva siete.
— “Voy a Nueva York, su papi y yo vamos a buscar un apartamento. Tía Julita se va a quedar con ustedes un par de semanas y después vengo a buscarlos.”
El próximo mes me encuentro viviendo en el Bronx. Ya no hay casas, solo edificios que suben hasta el cielo. Nuestro edificio siempre está frío. Me gusta subir el elevador, es mi juguete nuevo.
Ya no soy libre. Hay paredes a todos lados. Gente arriba y abajo. Tampoco puedo salir afuera, mami dice que hay demasiado tigueraje en la calle. Ahora juego solo mayormente. Mami no me deja correr en la casa.
— “Abajo se oye todo Harry, tienes que considerar los que viven abajo.”
— “Claro mami, perdón.”